El muro VI

Aeródromo de Jerez de la Frontera, Cádiz, 10 de diciembre de 1916

A la voz del piloto el cabo Narbaitz dio un fuerte tirón de la hélice, poniendo en movimiento el motor para que, con la ayuda del encendido eléctrico que el capitán Luis Gonzalo Vitoria estaba accionando, arrancase el motor. Funcionó a la primera, lo que alegró el día a Narbaitz pues la maniobra de arranque era fatigosa y no exenta de peligro. Afortunadamente los motores eran nuevos de fábrica y respondían de forma admirable, mucho mejor que en los viejos aviones de observación Tractor Barrón de la SECAS, ahora llamados simplemente O-101.

—¡Quitad los calzos! —ordenó el capitán Gonzalo segundos más tarde, los necesarios para comprobar todos los niveles e indicadores de la cabina que le indicaban que todo marchaba como la seda.

No bien lo hubieron hecho el avión empezó a andar propulsado por su magnifico V8, un motor del que todos los que lo habían probado no hacían sino cantar alabanzas. Tras él otros nueve aviones empezaron a carretear por la pista de aterrizaje, si es que podía llamarse así a aquel campo allanado meses atrás para su empleo por los aeroplanos encargados de la vigilancia del estrecho.

La primera escuadrilla acabó de despegar bajo la atenta mirada del personal de tierra y de los pilotos de la segunda escuadrilla, pero la tranquilidad no duró mucho. En cuanto el ultimo de los aviones que partían hacia el sur logro ganar altura, todos continuaron con sus respectivos trabajos. El personal de tierra se dirigió a los polvorines para retirar las bombas de cien kilógramos que iban a instalar en los aviones, cuatro por avión, ayudándose de carros de mano para llevarlas hasta la pista.

Cuando llegaron con las bombas los mecánicos hacían las ultimas comprobaciones a los motores y sistemas de los aviones. Había llegado el momento de municionarlos, primero las bombas y la munición de las dos ametralladoras defensivas del avión. Hecho esto tan solo quedaba repostar los aviones, cosa que realizarían segundos antes de que la tripulación de los aviones los abordase.

Apenas habían pasado treinta minutos desde el despegue de la primera escuadrilla cuando la segunda quedó dispuesta para operar. Había llegado el momento de los últimos pasos. Los soldados pasaron a los tiradores de los aviones las ametralladoras y los ayudaron a instalarlas en sus afustes, para a continuación retirarse.

Alrededor de los aviones tan solo quedaron los hombres que aun tenían tareas que cumplir. Uno o dos hombres junto a la hélice para ayudar con el arranque. Otros dos junto a las ruedas para retirar los calzos y el ultimo junto a las bombas, dispuesto a retirar los seguros de las espoletas.

Tras comprobar visualmente que todos los pilotos de su escuadrilla le daban la señal de “todo bien”, el capitán Manuel Bada Vasallo dio las ultimas órdenes. Los seguros de las bombas fueron retirados, los motores arrancados y los calzos retirados, con lo que de inmediato los aviones empezaron a moverse por las pistas.

Para ese entonces los aviones de la primera escuadrilla estaban llegando a Tánger. Los cielos estaban limpios y claros por lo que la visibilidad era magnifica, y podía afirmarse que no se divisaba ninguna amenaza en los alrededores. Algo nada extraño pues desde que los británicos desplegaran fuerzas en la ciudad meses atrás, no habían sido importunados por nada mayor que algún avión de observación de tanto en tanto. Además, los combates aéreos alrededor de Ceuta eran constantes y aquello sin duda atraía la atención de los cazas como la miel a las moscas.

Debían quedar diez kilómetros para llegar a Tánger cuando el capitán Gonzalo comprobó una ultima vez la posición del resto de su escuadrilla, hecho lo cual alabeo un par de veces su avión para advertir al resto de pilotos. Había llegado el momento de atacar y lanzó su avión en un suave picado sobre el puerto de Tánger.

Conforme se acercaba al puerto pudo ver los alrededores con mayor claridad. El puerto, pese a su limitado tamaño, presentaba una gran actividad. Por supuesto ya esperaba algo así debido a que todas las operaciones enemigas en la zona se sustentaban desde aquel puerto. A su izquierda, a unos seis o siete kilómetros, se adivinaban las oscuras moles de los monitores con los que los británicos bombardeaban sistemáticamente las defensas de Ceuta. Sus secos estampidos llegaban hasta ellos de tanto en tanto sobreponiéndose incluso al ronco sonido de sus motores, prueba de lo atronador de sus disparos. Aunque no los veía con claridad, Gonzalo sabía que a su alrededor habría más buques, destructores y cazasubmarinos encargados de protegerlos.

Sin embargo su objetivo estaba situado al frente, el propio puerto de Tánger y los buques surtos en él, por lo que siguió descendiendo mientras vigilaba los cielos a su alrededor. Lo ultimo que necesitaban era que un caza ingles se apareciese de repente para hacer fracasar su misión.

Ahora volaba cada vez más bajo y podía ver con claridad las pequeñas embarcaciones de pesca artesanal de los moros mientras enfilaba la entrada del puerto. También los transeúntes alzaban ya la vista hacia los cielos en busca del origen del ruido de sus motores, viéndose con claridad como muchos de los presentes señalaban con sus manos a su escuadrilla cuando no a su propio avión.

Había llegado la hora. Mientras entraban en el puerto los altímetros marcaban los quinientos metros de altitud. Una altura que se consideraba optima para las misiones de bombardeo. No había planes previos. Aunque los bombarderos habían llegado hasta allí juntos, cada piloto debía ahora buscar su propio blanco. En su caso seleccionó un mercante de buenas dimensiones que descansaba apoyado en el muelle, posiblemente en plena descarga.

Tras dirigirse directamente contra aquel barco soltó las bombas y tiró de la palanca para remontar el vuelo mientras aprovechaba para mirar hacia atrás. Tuvo tiempo de ver que las explosiones parecían haber quedado largas y en lugar de acertar al barco le dio de lleno al muelle. ¡Mala suerte! Esperaba que el resto de su escuadrilla le hubiese dado a algo, pero ahora lo que más le preocupaba era que sin duda las alarmas inglesas debían haber empezado a sonar en cuanto los divisaron y si tenían algún avión en el cercano aeródromo de Sidi Kacem estaría a punto de despegar, así que tenían que salir de allí a toda velocidad.

Una mirada a su alrededor apenas le brindó información de la posición del resto de su escuadrilla, por suerte el sargento Perales, su ametrallador de proa y el cabo Toribio, el ametrallador de cola, podían ver con más facilidad y no tardaron en indicarle que volvían todos. Estaban un poco desperdigados debido al ataque, pero estaban en camino. Ansiaba saber el resultado del ataque, pero tendría que esperar hasta estar en tierra.

Casi cuarenta minutos más tarde la segunda escuadrilla empezó su ataque, pero esta vez su objetivo no era el puerto sino el propio aeródromo, situado a poca distancia de las playas de la costa atlántica. Al planificar la misión habían supuesto que la mayor parte de los cazas enemigos estarían en Ceuta y los que no lo estuviesen serían atraídos por el primer ataque, por lo que no esperaban resistencia mientras entraban desde el mar para soltar sus bombas sobre la pista del aeródromo.

Ampuriabrava, 10 de diciembre de 1916

El temporal que azotaba las costas duraba ya tres días, tres días en los que el teniente Troncoso y sus hombres habían quedado atrapados y aislados en la punta del Mal Cagar. Debido a ello permanecían allí, refugiándose entre las rocas por estar imposibilitados de regresar a sus líneas en las frágiles canoas debido a la ferocidad de la tormenta. Sin duda lo estarían pasando mal, pero al menos seguían vivos y libres, y lo sabían porque de tanto en tanto encendían el radiocontrol del BTK realizando una prueba de control. Por supuesto no intentaban atacar con ellos. En aquellas circunstancias hubiese sido imposible, pero aquel breve acto bastaba para que el general Borja supiese que seguían allí, al pie del cañón.

Aquello no significaba que la batalla se hubiese detenido. Los buques de la escuadra francesa continuaban acercándose a la costa para bombardear las posiciones españolas, aunque ciertamente con menor frecuencia que días atrás. Sin duda la tormenta estaba dificultando su avituallamiento, que debían estar realizando en algún lugar de la costa cerca de allí pues dudaban que los puertos de la zona pudiesen admitir los grandes acorazados, lo que posiblemente colocaba en el punto de aprovisionamiento en la zona de Montpelier.

Con ello en mente había llegado el momento de intentar otra locura. El alférez de fragata Soriano era un avezado marino deportivo y estaba convencido de que podría dirigirse al norte a minar la ruta de los buques enemigos, si es que venían de Montpelier como creía el capitán de navío Guerra Goyena. Para ello su lancha Omega prescindiría de los torpedos y en su lugar equiparía dos minas con las que esperaba dar un buen susto a los franceses.

Por supuesto actuaría de noche, pero eso significaba poco cuando estaban en plenilunio, aunque esperaban que la tormenta oscureciese todo lo posible el mar aquella noche. Si así ocurría, el peligro estaría en los campos de minas con los que los franceses parecían estar protegiendo su costa, sin duda para evitar la intrusión de submarinos españoles en aquella ruta. En condiciones normales hubiese contado con el poco calado de las lanchas Omega para evitar o limitar las minas, pero con el mar tan agitado era una incógnita y, sin embargo, no podía dejar de intentarlo.

En cuanto cayó la oscuridad la lancha Omega se hizo a la mar adentrándose en el golfo de León y así llegar a las cercanías de Gruissan desde el mar. Por fortuna todo fue bien y dejaron caer las dos E-mine en el punto deseado antes de salir de allí. Mientras lo hacia no pudo dejar de advertir las luces de lo que parecía un campamento francés, aunque nada pareció delatar su propia posición. Suponía que entre la tormenta y los aislantes del compartimento del motor, su ruido quedaría totalmente difuminado.

Mientras navegaba hacia el sur para regresar a sus posiciones entre el embate de las olas no pudo dejar de darse cuenta de que la escuadra francesa parecía haber desaparecido de las cercanías, puesto que no se veía el resplandor de sus disparos. Siendo así le hubiese gustado arriesgarse y acercarse a la punta del Mal Cagar a comprobar el estado de Troncoso y sus hombres, pero si eran descubiertos podría atraer sobre ellos la atención francesa y no quería ser el responsable de su pérdida, así que siguió hacia sus líneas.

Aunque Soriano no lo sabía, cerca de allí el viejo sumergible A-4 estaba a punto de realizar su propio ataque al mando del capitán de navío Manuel Cubells. Este decidió probar suerte adentrándose en las aguas controladas por el enemigo para buscar sus acorazados. El submarino era un viejo modelo de doce años de antigüedad equipado con dos únicos tubos de 350mm en lugar de los actuales de 450 o incluso 533mm y tan solo llevaba una recarga para cada tubo, pero esa deficiencia en armamento la compensaba el ser el submarino más pequeño de cuantos equipaban a la armada. Con ello en mente y tras retirar todos los elementos no esenciales del submarino partió del puerto de Palamós durante la noche siguiendo la línea de la costa. La luna menguante brillaba en lo alto, y tan solo las habituales nubes de diciembre cubrían el mar de la oscuridad que precisaba para llevar a cabo su misión.

La primera parte del trayecto la realizó bajo la protección de las minas tendidas meses atrás por la armada que situadas a distancias de entre 700 metros y tres kilómetros de la costa actuaban de escudo para prevenir las internadas de buques enemigos, especialmente de submarinos. Desgraciadamente esta protección acabaría poco después de sobrepasar Cadaqués, pues los franceses habían limpiado la zona de minas españolas y tendido las propias para proteger sus operaciones navales. Era el momento de emerger y navegar en superficie, tan pegado a la costa como fuese posible, cosa que hizo sin mayor dilación.

Ahora navegaba a menos de 90 metros de una costa abrupta y rocosa que amenazaba la navegación, y pese a navegar en superficie había elegido utilizar los motores eléctricos para navegar en silencio, aunque el lejano tronar de las explosiones y la propia tormenta ocultaba cualquier ruido propio. Pronto estuvieron navegando por la costa francesa, rezando por no encontrarse con ningún centinela en la zona que diese la voz de alarma, pero sobre todo, por no encontrarse de brices con cualquier roca no cartografiada que los mandase al abismo.

Cerca de allí las olas chocaban violentamente sobre la costa levantando oleadas de espuma, otra preocupación que obligaba a Cubells a permanecer en la vela junto a sus vigías. Estos, como todos los tripulantes del submarino, eran profesores o adjuntos a la escuela naval de submarinos. Lo más granado del arma submarina metido en aquel viejo trasto… no dejaba de ser irónico. En este punto tan solo podían confiar en que la artillería española hubiese obligado a ocultarse en sus trincheras a los centinelas franceses y, porque no decirlo, también en la suerte.

Para su sorpresa cuando llegaron a la punta de cap Bear, cruzando tan cerca de la costa como se atrevió, Cubells se dio cuenta de que no había ni rastro de buques enemigos en la zona y ya era mala suerte que se hubiesen retirado justo el día en el que ellos atacaban. Ahora tenía que decidir qué hacer. Quedarse en aquellas aguas hasta el amanecer, seguramente posándose en el fondo para ahorrar aire y energía, era muy temerario pues si el agua estaba clara hasta un avión podía ver su submarino. Sin embargo retirarse no parecía una opción.

Tras meditarlo durante unos minutos y considerarlo con los tenientes de navío Posteguillo y Frías, decidió arriesgarse, así que arrancó sus motores de keroseno para recargar las baterías. Para ese entonces estaba frente a Saint-Cyprien y dudaba que hubiese riesgo de ser detectado. Permanecería en aquella zona tanto como pudiese y cuando llegase el amanecer se sumergiría y trataría de posarse en el fondo para esperar. El lugar elegido estaba allí mismo, a menos de treinta metros de profundidad. Dudaba que los franceses hubiesen colocado minas en aquel lugar.

Lo hicieron como él había planeado. Una vez en el fondo no tuvieron que esperar mucho para que los operadores de los hidrófonos le informasen de ruido de hélices aproximándose. Pero para ese entonces él estaba agotado y ordenó a la tripulación que descansase mientras él hacía otro tanto. Ya habría tiempo de luchar.

Permaneció posado en el fondo durante toda la jornada, aprovechando para descansar pues estaba agotado por la larga navegación y la aproximación por la costa en aquel viejo cascaron. Al anochecer y con toda la tripulación ya en sus puestos y esperaba que descansada, ordenó emerger a cota de periscopio tras el visto bueno dado por los operadores de los hidrófonos.

Llegado a cota de periscopio quedaba aun un duro trabajo. Los submarinos más modernos de la clase D tenían equipos eléctricos de ayuda al movimiento horizontal del periscopio y se decía que el nuevo clase E, incluso tenía un equipo de ayuda para izarlo, pero en aquel viejo A todo tenía que hacerse a puro brazo, así que con la ayuda del teniente de navío Posteguillo izaron el maldito trasto y Cubells pudo empezar a otear el horizonte. Ahora sí podía ver un buen grupo de buques enemigos al sur de su posición, así que puso rumbo a ellos, siempre en inmersión.

Eran poco más de las 3 de la mañana cuando a unos 600 metros del faro de Biarra pudieron observar un acorazado que desde allí hacia fuego en dirección a las posiciones españolas. No lejos de ellos a estribor un destructor francés vigilaba iluminando el mar con sus proyectores, ninguna vigilancia sin embargo tan cerca de la costa. Sin perder un segundo Cubells colocó el submarino en posición de disparo y lanzó sus dos primeros torpedos sobre su inmóvil blanco desde menos de 500 metros de distancia. Menos de un minuto después sendas explosiones sacudieron el mar, escorándose el acorazado con rapidez.

Ahora la quietud de la noche se había roto y los destructores buscaban al agresor con ahínco, afortunadamente lejos del A-4 que se había sumergido para recargar mientras esperaba el momento adecuado para salir de allí, agradeciendo la oscuridad de la noche, pues a esa profundidad de día hubiese podido ser divisado a simple vista. Media hora después, tras comprobar que el acorazado al que había disparado se había hundido cerca de allí, mientras el A-4 se alejó hacia el este buscando mar abierto para regresar a su base. Había hundido al acorazado Vergniaut.

Al día siguiente y mientras se alejaban de allí, Cubells brindo con su tripulación por el éxito obtenido. A decir verdad no entendía como alguien era capaz de emplear sus acorazados en posiciones semifijas y tan cerca de la costa enemiga. Y no eran solo los franceses, los británicos también estaban haciendo lo mismo tanto en los Dardanelos como en Tánger. ¿No habían aprendido que los submarinos lo cambiaban todo?

Ciudadela de Jaca, 12 de diciembre

La situación de las defensas españolas empeoraba por momentos debido al duro ímpetu de los ataques franco-británicos. Tal era la virulencia de los combates que la primera línea de trincheras había acabado arrasada, al menos con muy pocas bajas pues la verdadera defensa eran las casamatas allí construidas por más que algunas de ellas ya habían sido destruidas. Los soldados aguantaban los embates como podían fiando su suerte a la resistencia de las construcciones, manteniéndose la moral alta por el sistema de relevos implementado que permitía descansar a los hombres varios días por semana y confiando en la resistencia de sus búnkeres, que les permitían permanecer a cubierto durante los bombardeos. Pese a ello casi 60.000 hombres habían causado baja en los combates del último mes, teniendo que lamentar cerca de 11.000 muertos, prueba inequívoca de la dureza de los combates.

Con los ejércitos del Noroeste y de Levante implicados en sendas batallas y el de los Pirineos manteniendo sus posiciones a lo largo de la cordillera, las defensas construidas meses atrás fueron erosionadas lentamente entre bombardeos de artillería y asaltos. Los daños habían sido especialmente intensos en el Mediterráneo, donde la actividad de la flota francesa había causado serios daños a las defensas. Al menos en el Cantábrico los británicos no habían hecho otro tanto, sin duda impedidos por los cuatro cañones de 305mm capturados en el 98 cuando se homogeneizaron sus calibres con los de la flota y que ahora protegían aquellas aguas. La gran preocupación del mando había sido por lo tanto ese flanco derecho que parecía peligrar ante el bombardeo de esa magnitud, al menos hasta la noticia de esa mañana que ahora se unía al difícil equilibrio del flanco derecho.

—¿Está confirmada la noticia? —quiso saber el general Villalba que permanecía inclinado sobre el mapa de operaciones que presidía la estancia apartando una copa de coñac que ocultaba Cáceres, mientras pasaba una mano por el rostro con suavidad, acariciando su frente.

—Sí, mi general. —respondió el general de ingenieros Villalonga. —El coronel Dalmau lo ha confirmado. Los británicos están horadando ocho galerías en dirección a nuestras líneas. 

—¿De cuánto tiempo disponemos?

—Tardaran una semana en llegar a nuestras líneas, pero al ritmo actual en tres días a más tardar, estaremos en peligro de ser descubiertos, mi general.

—Tres días… galerías y bombardeo naval… ahora nuestros dos flancos están al filo del abismo. —respondió Villalba dubitativo mirando a los presentes uno por uno, como si buscara el apoyo de sus compañeros de armas antes de decidirse. —Atacaremos mañana al amanecer, no hay otra solución. —dijo por fin con decisión, alejadas todas las dudas. — Atacaremos y expulsaremos al enemigo de sus posiciones para recuperarnos.

—Aguirrebengoa, que la artillería haga alto el fuego de inmediato y se reserve para mañana. Hágalo de forma que el enemigo no sospeche, como si se tratase de uno de los habituales periodos de descanso para nuestros hombres. —ordenó al comandante de la artillería.

—Sí, mi general, empezaremos una de las habituales rondas de descanso de las baterías, pero lo haremos de forma que cada vez se sumen menos baterías a la acción, siempre sin llegar al silencio, por supuesto. —respondió inmediatamente el general Aguirrebengoa. —Cuando llegue la hora de atacar la artillería estará dispuesta al 100%.

—Gracias Aguirrebengoa. —dijo Villalba mientras Aguirrebengoa se ponía a redactar la orden correspondiente. —Luciano ¿Cuál es el estado de los ejércitos del Noroeste y Levante? —Preguntó a su jefe de Estado Mayor para comprobar si este había sufrido alguna variación en las últimas horas.

—Mi general, el último parte enviado por el Tte. general Rubín indica que sus cuadros están a más del 90% de personal. Han sufrido muchas bajas, pero los reemplazos procedentes de las quintas llamadas a filas estos dos últimos años han servido para reemplazar a los caídos con eficacia. En el de Levante están un poco más bajos, pero aun así rozando el 90% de efectivos. El estado del armamento es bueno y las reservas de suministros incluyendo municiones son abundantes. Lo suficiente para mantener la ofensiva durante dos semanas de combates constantes sin problemas y sin tener en cuenta que estos suministros continúan llegando procedentes de las industrias.

También quiero indicar que con la llegada de los nuevos BTK, los brulotes telekino, y dos lanchas rápidas torpederas, han causado ya los primeros daños al enemigo. Ahora están preparando preparado un ataque masivo contra la escuadra francesa en Port Vendres. El general Borja incluso ha modificado varios de ellos para que se hundan, gracias a una carga explosiva con temporizador, y fondeen una mina naval. La idea es que al hundirse en la zona en la que operan los buques enemigos, nieguen su uso.

—Gracias Luciano. En ese caso el ataque deberá realizarse esta noche con las unidades disponibles. En otro orden de cosas, envía todos los vehículos experimentales al ejército del Noroeste, los quiero allí antes de la caída del sol. —ordenó. —Luego quiero hablar con Antero Rubín pues él llevara el peso de la ofensiva. Hay que rechazar a los británicos hacia el norte. Cuando acabe quiero hablar con Primo de Rivera. En su caso es crucial que no arriesgue a sus fuerzas ante esos acorazados, por lo tanto, debe atacar lejos de la costa ya que no podemos arriesgarnos a que el ataque en Levante sea pulverizado por esos cañones de gran calibre. 

—A la orden de vuecencia mi general. —respondió el oficial de comunicaciones, el coronel Gutiérres mientras descolgaba el teléfono para organizar las llamadas. 

—¿Qué sabemos de la flota francesa? —preguntó mientras tanto Villalba. —¿Cuántas unidades tienen y donde está el resto?

—En la zona de Cervera hemos localizados cuatro acorazados Dreadnought, aunque desde ayer constatamos la falta de uno y seis pre-Dreadnought, cinco ahora que uno de nuestros submarinos ha hundido el Vergniaut. Además disponen de seis cruceros y una veintena de destructores. —respondió Barrios. —También sabemos que tienen otros dos acorazados Dreadnought en Malta apoyando a británicos e italianos. El resto de la flota está más bien dispersa con mención especial a los acorazados pre Dreadnought y cruceros acorazados que están empleando en escoltar convoyes por el Atlántico.

—¿Hay actividad de sus submarinos en nuestras costas?

—No desde hace un tiempo mi general. Nuestras minas y la constante vigilancia por medio de dirigibles y corbetas unidas a la falta de tráfico en nuestras costas acabaron por hacerles desistir, pues perdieron una docena de submarinos sin lograr hundir nada más grande que algunos pesqueros de bajura. Poco más que botes de pesca que podían hundir con un sacacorchos. Nuestras fuerzas fueron especialmente efectivas, como bien sabe, en el triángulo de Baleares y el estrecho, donde pudimos concentrar un mayor número de efectivos. Sobre todo dirigibles que gracias a lo apacible del clima mediterráneo disfrutaron de muchas más horas de vuelo que en otros teatros de operaciones.

—Cierto, gracias por recordármelo. En cambio, en el Atlántico si lograron hundir varias de las presas que se dirigían a nuestros puertos y también algo del tráfico de carbón entre Asturias y Bilbao, si no recuerdo mal. —dijo el general haciendo memoria pues durante el último mes se había centrado totalmente en rechazar la ofensiva.

—¿Sabemos algo de nuestra escuadra? Empiezo a estar cansado de enviar peticiones de ayuda a Madrid y creí que por fin habíamos recibido respuesta afirmativa.

—Así es mi general. —afirmó Barrios dejando el vaso de vino en la mesa. —Deberíamos haber recibido noticias de la escuadra ayer, hoy a más tardar. Como todos los presentes saben, la escuadra partió hacia el Atlántico para efectuar una campaña de corso que ya debería haber acabado. No sé a qué se debe el retraso. 

—Vuelva a ponerse en contacto con Mad… —ordenó Villalba antes de ser interrumpido por el coronel Gutiérres. 

—Mi general, el general Primo de Rivera al aparato. —dijo al pasarle el teléfono para que hablase con el comandante del ejército de Levante. —Seguimos buscando al general Rubín.

—Gracias Gutiérres, caballeros continuaremos en unos momentos. —dijo al capitán de Fragata y al resto de su estado mayor allí presente antes de coger el teléfono. —Miguel… ¿has odio lo de Irún? … de acuerdo, no tenemos más remedio que pasar a la ofensiva para que no nos descubran … sí, las emplearemos y ya que lo haremos allí tendrás que aprovechar para hacer lo mismo, de lo contrario los franceses se lo olerán y desperdiciaremos la ocasión… exacto, hay que pasar al ataque, tienes que rechazar al enemigo al norte. Pero en tu caso no te empeñes innecesariamente en el combate, el verdadero objetivo será el frente Cantábrico y por ello le daré a Rubín todos los medios blindados, tú en cambio tienes que evitar que esos acorazados te pulvericen… no Miguel, he dicho todos… … … de acuerdo, te enviare las compañías de ruedas, es todo cuanto puedo darte… volveré a llamar a las ocho de la tarde, ten preparado un plan de batalla para entonces… e intenta anular a esos acorazados. —Poco después Villalba hablaba con el comandante del Ejército del Noroeste.

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