La caída IX

Trincheras españolas, cerca de Toulouse

Cuando el comandante Parish entró en la trinchera abandonada por los españoles trató de mantener la máxima alerta por si los españoles habían dejado alguna trampa tras ellos. Algo que, desgraciadamente, habían descubierto era bastante común durante los últimos días. Sin duda previendo su retirada los españoles habían sembrado sus trincheras de trampas de todo tipo, desde trampas explosivas a cepos y trampas de resorte que herían a los hombres que caían en ellas. Por fortuna Parish no formó parte de la primera oleada, así que suponía que la mayor parte de las trampas, si es que las hubo, ya habrían saltado. Con todo no estaba de más en ser prudente, así que ando ojo avizor.

Como siempre las trincheras enemigas estaban desiertas y los soldados pertenecientes a la primera oleada, estaban saqueando los pocos bienes que los españoles dejaron atrás, como pudo comprobar al ver a varios soldados que abrían unas latas de conserva españolas para alimentarse. Extrañado por el extraño aspecto de aquellos alimentos Parish pasó discretamente junto a los soldados, que lo saludaron de inmediato mientras uno de ellos mencionaba pulpo. “Conservas de pulpo”, eso era algo nuevo para él, y se preguntaba la razón de dichas conservas.

Con todo no podía detenerse en esas menudencias. Su misión era muy distinta. Sabía que los españoles, como gran parte del resto de los ejércitos en liza, reservaban sus equipos de transmisiones por hilo o inalámbricos para las comunicaciones a nivel brigada o superior. Por debajo de ese nivel lo más común era el empleo de mensajeros que a pie o en bicicleta iban y venían de una posición a otra con sus carteras de cuero repletas de mensajes.

Mientras recorría la trinchera guiado por los soldados de la primera oleada, no tardó en llegar al lugar al que se dirigía, el que parecía el refugio de la unidad de transmisiones española. Como esperaba los españoles se habían llevado todo antes de retirarse, pues el refugio estaba casi completamente vacío. Tan solo algunos soldados estaban recuperando lo que parecían viejos periódicos españoles y alguna revista que llamó su atención.

Tras ordenar a los soldados que le entregasen aquellos papeles, suponía que los acababa de dejar sin papel higiénico, decidió regresar al Estado Mayor. Entregaría aquel material al equipo de inteligencia. Tal vez a través de los periódicos y aquella revista pudiesen averiguar el estado de las fuerzas españolas y la moral de la retaguardia enemiga.

III Grupo de Exploradores, Nogaro, Francia

El teniente Troncoso esperó impaciente mientras sus hombres cambiaban uno de los neumáticos de su UNL Pizarro, alcanzado por un disparo enemigo durante su ultimo combate. Afortunadamente fue en una de las ruedas dobles traseras y no en una delantera. Gracias a ello pudo mantener su movilidad y continuar combatiendo hasta ponerse a salvo con sus vehículos, pues de ser alcanzada una de las ruedas delanteras el vehículo se hubiese hundido de nariz y se hubiese visto obligado a abandonar uno de sus preciados blindados.

Vehículo de exploración UNL Pizarro

El percance sufrido había resultado una dura advertencia a lo que sin dudas era el punto débil de sus vehículos. Si perdía aunque fuera una rueda delantera o las ruedas dobles traseras de un lado, podían dar el blindado por perdido a menos que lograsen asegurar la zona a su alrededor durante el tiempo suficiente como para que la tripulación cambiase el o los neumáticos. Una labor para la que deberían exponerse y que llevaba desde quince minutos de trabajo en un neumático delantero a casi una hora si debían cambiar los dos traseros de un costado.

Por fortuna y pese a que los últimos días había lanzado sus blindados contra las puntas de avance enemigas una y otra vez en un intento de retardarlas, era la primera vez que le ocurría algo similar, prueba de la dificultad de alcanzar los neumáticos de un vehículo en movimiento. Con todo era posible y de seguir al ritmo de operaciones actual, cualquier día podía ocurrir otra vez. No por nada parecía que su pequeño escuadrón estaba luchando contra una ola que amenazaba con engullirlos a todos.

En fin, esta vez habían tenido suerte, pero tenía que escribir un informe y elevarlo a la superioridad para informar de dicha debilidad. Sabía que en el ministerio estaban muy interesados, pues así se lo habían hecho saber al tomar el mando de la unidad, en conocer todas las vicisitudes de aquella novedosa arma con el fin de depurar su diseño.

Mont de Marsan, 12 de abril

En Pau se vivían momentos de pánico entre las fuerzas españolas. Dos horas atrás uno de los aviones españoles había localizado una unidad enemiga avanzando decididamente desde el este en la zona de Estang. De alguna forma los franco-británicos habían logrado esquivar la cobertura española y se encontraban en disposición de asestar un golpe decisivo por el flanco al ejército del Noroeste. Había bastado un pequeño error en el repliegue, una unidad que erró el camino a la hora de retroceder, desviándose unos kilómetros de su ruta, para causar la mayor crisis del momento. Había que encontrar una solución y debían hacerlo con rapidez.

—Tte. coronel Rivera. —decía en esos momentos el Tte. general Echagüe por la radio. —Su regimiento es lo único que se interpone entre la debacle y el repliegue ordenado, pero enviarlo allí es enviarlo al sacrificio. No voy a ordenarle ir allí, este tipo de misión debe ser aceptado voluntariamente.

—Sí, mi general, lo entiendo, el Alcántara se presenta voluntario para la misión.

—Gracias, coronel. La supervivencia de un ejército depende hoy de sus hombres. Las brigadas navarras trataran de llegar hasta ustedes para apoyarlos, pero son infantería. ¡Buena suerte!

Segundos más tarde Fernando Primo de Rivera montaba su caballo antes de ordenar a los soldados que destruyesen el equipo de transmisiones y las claves. Nada debía caer en manos del enemigo. Tras pasar revista se dirigió a sus hombres con gravedad explicándoles la situación a la que se enfrentaban. Segundos más tarde el regimiento al completo emprendía la marcha por los suaves campos que tan bien habían llegado a conocer, utilizando los frecuentes bosquecillos para ocultar su marcha, pues, aunque poco habituales ahora que el frente se había desplazado tan al sur, ocasionalmente aun podían verse aeroplanos británicos en la zona.

Tras comunicarse con Primo de Rivera, Echagüe llamó a la siguiente unidad más cercana, las brigadas navarras al mando de Borja, situadas a casi treinta kilómetros de allí, informando de la situación. Muchos de los voluntarios navarros eran hombres entrados en años, pero como uno solo se pusieron en movimiento al escuchar las noticias, avanzando a paso ligero hacia la posición de Primo de Rivera. La marcha prometía ser dura, pero eran gente de campo, del monte, duros como las viejas raíces de las hayas de su tierra. La ocasión que Borja les prometió al unirse a ellos había llegado y ellos responderían.

A media mañana los hombres del Alcántara llegaron a una posición que parecía ideal para la tarea encomendada, un pequeño prado a tan solo un par de kilómetros del castillo de Ravigan. Sin duda el enemigo pasaría por allí y Fernando Primo de Rivera podía utilizar sus cuatro ametralladoras Colt-1895 para regar de proyectiles sus columnas, al mismo tiempo que podía cargar sobre ellos desde una arboleda cercana que los mantendría ocultos hasta el último momento.

No tuvieron que esperar mucho. Menos de una hora más tarde apareció por el horizonte la columna enemiga que no tardaron en identificar como una fuerza japonesa, nada menos. Sin duda integrantes del cuerpo de ejército enviado por los nipones a cambio de la aquiescencia británica en la conquista de las Filipinas. Miles de hombres que ahora avanzaban en columna de tres que, asemejándose a un serpenteante río, se acercaba lentamente. No fue necesaria ninguna orden, todas las palabras se habían dicho ya horas atrás. Una señal y los hombres dejaron de almohazar sus caballos para prepararlos para el combate. Era curioso que, tras tantos años de abandonar las tácticas de choque de la caballería, ahora recurriese a ellas, se dijo Fernando haciendo un amplio gesto con la mano sobre su cabeza, que indicó a sus hombres que debían desplegarse.

Exactamente a las 14:48, cuando la columna japonesa se encontraba a menos de doscientos metros de las ametralladoras, ordenó cargar. Sorprendidos por los cientos de jinetes que surgieron por su flanco, los japoneses detuvieron sus columnas y se aprestaron para hacerles frente. Aquel fue el momento elegido por las ametralladoras para abrir fuego atrapándolos por el flanco, abatiendo con rapidez a decenas de soldados e impulsando al resto a arrojarse al suelo. La columna había caído en el caos y segundos más tarde los cuatrocientos ochenta hombres del regimiento cayeron sobre ellos desde el flanco derecho. Durante unos frenéticos segundos los sables relucieron centelleantes una y otra vez salpicando la sangre por doquier, mientras los jinetes atravesaban la columna y se perdían tras una colina cercana. Tras ellos, las ametralladoras, que habían enmudecido en el momento del choque, volvían a disparar para cubrirlos.

El primer golpe había favorecido a las armas españolas, pero Fernando sabía que esto no podía durar. El enemigo era demasiado superior en número y aunque se encontraba en una difícil situación táctica pues para enfrentar a las ametralladoras debía desplegarse dejándolos expuestos a la caballería, su número no tardaría en imponerse. Era pues necesario golpear una y otra vez mientras tuviesen fuerzas.

Minutos más tarde el regimiento cargó una vez más sobre el flanco japonés y aunque una vez más lograron ocasionar graves daños a la columna, en esta ocasión sus bajas fueron numerosas ante unos japoneses preparados para enfrentarlos. No sería la última carga, pues en las dos horas siguientes repitieron la acción hasta en cuatro ocasiones hasta que, agotados animales y jinetes, con cientos de bajas entre sus filas y con tres de las ametralladoras ya enmudecidas, Fernando reunió a los últimos cien hombres del regimiento para una última carga. Una carga en la que, a falta de soldados, incluso los herradores, veterinarios y trompetas, alguno de ellos casi imberbes, pasaron al frente.

Cerca de allí, los agotados navarros escucharon el repicar de los disparos y sacaron fuerzas de flaqueza. El Alcántara aun aguantaba y la ayuda estaba en camino. Poco antes del anochecer, con los animales agotados por el esfuerzo y avanzando al paso, el regimiento realizó su última carga, siendo rechazada. Minutos más tarde, cuando los japoneses estaban reagrupándose, una bengala ascendió a los cielos desde una colina cercana. Diez mil navarros cargaban a la bayoneta para tratar de salvar a los últimos miembros del regimiento. Sorprendidos, los japoneses echaron a correr para intentar reorganizarse en una posición que les ofreciese ventaja, llegándose al combate cuerpo a cuerpo. Al frente de sus tropas, Borja luchaba como un poseso, bayoneta en mano.

Las bajas del Alcántara ese día, superaron el 90% de sus efectivos, más de seiscientos hombres murieron, resultaron heridos o fueron hechos prisioneros. Empero, su sacrificio permitió a las tropas navarras, que cargaron hasta en tres ocasiones sufriendo dos mil bajas, cerrar la brecha. El I Cuerpo de Ejército al mando del Tte. Gral. Felipe Alfau Mendoza, se había salvado y podría retirarse. Las bajas japonesas superaron los seis mil hombres, incluyendo más de cuatro mil muertos y heridos, viéndose obligados a retroceder para reorganizarse.

Palacio del Congreso y Senado, Madrid, 14 de abril de 1916

La noticia del abandono de Burdeos cayó como una losa sobre los diputados. Todas las noticias que recibían los Diputados hablaban de una retirada general en el frente de Francia. Desconocedores de los planes del Estado Mayor, la mayoría de sus señorías creía que el frente había sido roto y que más que una retirada se estaba produciendo una desbandada. Varios Diputados liberales y conservadores electos por circunscripciones fronterizas abogaban por solicitar un Armisticio con la Entente, antes que ver sus circunscripciones ocupadas por las fuerzas franco-británicas.

Contando con que la noticia no era conocida del gran público, muchos Diputados solicitaron a sus chóferes y cocheros que prepararan sus vehículos para abandonar Madrid. Mientras tanto en el Senado se producían hechos similares, pero la presencia de varios Senadores Vitalicios, en su gran mayoría militares de prestigio, lograban atemperar los ánimos de Sus Señorías.

Madrid, 14 de abril de 1916

Las noticias corrían ya por Madrid como la pólvora. Se sumaba el saber que eran tropas del I Cuerpo de Ejército las que soportaban el envite enemigo, y empezaban a conocerse las numerosas bajas. Al tener el I C.E. su base en Madrid, eran muchos los que tenían familiares y amigos en las unidades que soportaban la mayor presión enemiga. Poco a poco se iban formando corrillos de madrileños que buscaban intercambiar noticias, o compartir las escasas listas de bajas que se daban a conocer en los matutinos. A medida que pasaban las horas, los corrillos crecían, hasta convertirse en verdaderas concentraciones, y empezaban a bajarse persianas de comercios y cerrarse oficinas.

Algunos grupos de madrileños se dirigían hacia los edificios públicos en busca de noticias, la mayoría de las veces por conocer a alguien que trabajaba en la Administración. Al tiempo otros se dirigían a las sedes de los Partidos Políticos, y pronto se produjeron los primeros brotes de violencia, consecuencia de la ignorancia del verdadero alcance de los acontecimientos. A mediodía, Madrid, al igual que otras poblaciones, se encontraba paralizado. Los bulos corrían de manera frenética, y en algunos casos se llegaba a hablar de cientos de miles de caídos y algunos palafreneros y ujieres del Congreso informaban de la marcha de varios Diputados el día anterior. Sin ninguna autoridad que pusiera freno a tales bulos, éstos crecían hasta convertirse por repetición en la única verdad.

Ni la Alcaldía ni el Gobierno Civil tomaban decisiones respecto al Orden Público, limitándose las fuerzas policiales a proteger algunos edificios, aunque prontamente superadas por el gentío. El alcalde de Madrid, Joaquín Ruíz Jiménez, llamó en diversas ocasiones al Ministerio de Gobernación y a la Presidencia del Consejo, obteniendo como única respuesta el mantener la calma y declarar ilegales las concentraciones de más de doce personas. Sin fuerzas suficientes para proteger los edificios públicos y ante la pasividad gubernamental, Ruíz Jiménez se veía desbordado.

Con las autoridades civiles desaparecidas, el gobernador Militar de Madrid se dirigió al Gobierno Civil, tomando en su persona las obligaciones de aquél. A media tarde, tropas de la I Región Militar se hacían cargo del Orden Público en Madrid, protegiendo edificios públicos y de servicios, bancos y oficinas y establecimientos de productos de primera necesidad. Al mismo tiempo, protegían los accesos al Congreso de Diputados y el Senado, a petición del presidente del Senado, Don Manuel García Prieto. Las tropas, en lugar de disolver las concentraciones declaradas ilegales, las escoltaban y sin darse cuenta el gentío, las alejaban de las zonas sensibles de la capital.

Sin uso de la fuerza, la calma había regresado a Madrid. No había duda, el gentío no mostraba enemistad hacia un ejército supuestamente derrotado. Su enemistad por los sucesos del sur de Francia, giraban contra un Gobierno Romanones del que, en su época de oposición, todos recordaban como obstaculizador del esfuerzo de guerra, elevando el sentimiento popular favorable a los Ejércitos.

En otras ciudades, fuerzas de las milicias provinciales y de Orden Público, a las órdenes de los respectivos Gobernadores Militares, protegían edificios de la administración y servicios públicos. El pueblo les lleva bebidas y alimentos. La Guardia Civil, de acuerdo con el Decreto del Gobierno contra las concentraciones, disolvió en Barcelona, Guadalajara, Alicante y Sevilla a anarquistas, derrotistas y otras fuerzas consideradas antipatrióticas, sociedades masónicas, organizaciones separatistas, ateneos ácratas y republicanos, a excepción de los seguidores de Peiró y Seguí; y clubs liberales de conocida aliadofilia, pero incumpliendo las ordenes de disolver todas las concentraciones, al no hacerlo con la de los considerados patriotas.

Con la situación calma en Madrid, el Gobierno a última hora de la tarde y reunido en Consejo de Ministros de urgencia, ordenaba a los diversos gobernadores Militares devolver las tropas a los cuarteles, y entregar el mando de la Guardia Civil a los respectivos Gobernadores Civiles. En Santander, el gobernador Militar, respondió que dado el Estado de Guerra solo cumpliría las órdenes del Capitán General de los Ejércitos, Su Majestad, el rey Alfonso XIII.

Al día siguiente la iniciativa del Gobernador Militar de Santander fue seguida por otros Gobernadores Militares, incluido los de Valencia y Málaga. El Alcalde de La Coruña, del Partido Conservador solicitaba al Gobernador Militar que fuesen las tropas quienes ejerciesen las funciones de Orden Público, ante la imposibilidad de las policiales de hacerse cargo ante las ingentes concentraciones populares. En el Ferrol, la marinería patrullaba de forma conjunta con la Guardia Civil la ciudad e instalaciones industriales. En varias localidades se producía similar petición, llegando en Pamplona a solicitarse al Requeté que colabore con la Guardia Civil, y en Vitoria los Miñones se ponían a las órdenes del Gobernador Militar.

En esos momentos los hechos se sucedían y al día siguiente en un nuevo Consejo de Ministros de urgencia, el Conde de Romanones ordenaba al ministro de Guerra, Agustín de Luque y Coca, que las fuerzas del Ejército de Reserva se dirigiesen a Madrid y otras localidades para devolver a las milicias y otras fuerzas a los cuarteles, contando con la lealtad del Ejército de Campaña frente a los voluntarios y fuerzas de reserva. Luque y Coca se negaría a dar dicha orden, poniendo su cargo a disposición del presidente del Consejo.

En Madrid y otras localidades, por fin se fue conociendo de forma oficiosa, gracias a oficiales y jefes, que la retirada se debía a un plan elaborado por anterioridad, sin intervención del gobierno y que la situación podrá reconducirse en un futuro próximo. Por la tarde, el Rey Alfonso XIII, ordenaba que todas las fuerzas desplegadas en las ciudades que no tuviesen un cometido estrictamente militar, regresar a sus acuartelamientos, en la confianza que la ciudadanía sabría estar a la altura de las circunstancias. Oficializando los rumores existentes acerca de un Plan preestablecido en Francia y asumiendo él toda la responsabilidad de los sucesos militares, así como solicitando a los ciudadanos que volviesen a sus quehaceres.

Todos los Gobernadores Militares cumplirían de inmediato la orden y la ciudadanía, confiando en la palabra del Rey, regresó a sus trabajos. Esa misma tarde el conde de Romanones se reuniría con el General Díaz, afeándole que exista una conjura para derribar el Gobierno, con la participación del Rey. El General Díaz negó cualquier conjura, aunque evidenció que las noticias del sur de Francia y el saberse que muchos Diputados preparaban su salida de Madrid, no beneficiaban en nada a un Gobierno que no supo tomar las riendas de la situación desde el primer momento.

Álvaro de Figueroa tenía intención de recuperar el control de la situación, mostrando ante el Congreso de los Diputados una situación del frente de Francia controlada, apropiándose de retirada desde la Línea Garona-Canal de Midi hacia los Pirineos, presentándola como una idea estratégica ante la superioridad numérica franco británica frente a las fuerzas del moribundo Ochando, extremo que también aprovecharía en beneficio propio. Esta maniobra podía ser válida en el Congreso, no así en el Senado, donde los militares que ocupaban escaño le discutirían tal pretensión, muchos de ellos habían colaborado durante su vida en activo en la redacción de los planes bélicos, y formulado en su día diversas aportaciones al diseño de la llamada Línea Arolas.

Pero Romanones se movía como pez en el agua en el Congreso de Diputados, donde después de todo debía rendir cuentas. Sus cálculos le aseguraban una sesión si no plácida, si al menos controlable. Algunos de los Diputados que habían abandonado Madrid, creyendo sentir el aliento de los salvajes japoneses, fruto de la propaganda supremacista que confundía chinos y japoneses y que tanto furor había causado en Europa tras la Rebelión Bóxer y la Guerra Ruso Japonesa de 1905, habían regresado a la Capital, aunque Romanones sentía vergüenza que el mayor número de huidos se diera entre las filas Liberales.

Al llegar al Palacio de la Carrera de San Jerónimo, se le acercó Niceto Alcalá Zamora, quien le transmitió la ausencia de un alto número de Diputados Liberales y de la deserción de Santiago Alba Bonifaz, que había entregado al presidente del Congreso, Miguel Villanueva, su dimisión.

Romanones estaba enfurecido, uno de sus máximos colaboradores había dimitido tras una crisis a la que éste tanto había contribuido con su pasividad y permisividad. Alcalá Zamora todavía guardaba otra amarga noticia. Un aliadófilo confeso como Alejandro Lerroux, que había batallado lo indecible en el Congreso para llegar a un entendimiento con los franco-británicos, había publicado una carta abierta en varios diarios minoritarios de carácter republicano. Una serie de supuestos errores cometidos por el gobierno de Romanones en la conducción de los acontecimientos y ante la presunta derrota, había cambiado de parecer, llegando a abogar por una leva de todo varón entre los 15 y 55 años. El único apoyo fiable fuera del Partido Liberal para un posible armisticio con la Entente se había esfumado, los seis diputados de la Coalición Republicana y con seguridad los doce reformistas de Melquiades Álvarez.

El panorama al entrar en el Hemiciclo era desolador, se contabilizaba la ausencia de más de cincuenta diputados, muchos de ellos del Partido Liberal y entre éstos los que habían prometido regresar a Madrid. Justo cuando hizo su entrada, estaba en la tribuna de oradores Antonio Zumárraga Díez, Diputado regionalista castellano, que precisamente afeaba que diputados de los partidos que daban apoyo al presidente estuvieran ausentes, mientras que otros supuestamente enemigos de la nación, se encontraran aquellos días en Madrid y no en Lisboa o entre las filas francesas, en clara referencia a los catalanistas de Cambó.

Sabiendo de antemano que cualquier iniciativa presentada en aquellas condiciones sería rechazada por el Congreso, Romanones se ausentó, tras pedir escusas por no poder presentar sus propuestas pues debía reunirse con sus ministros militares de urgencia. Alguien desde la Tribuna de Prensa gritó que difícilmente podría reunirse con Luque y Coca, que había emprendido viaje hacia el frente para reunirse con Echagüe, y Bustamante seguía en Valencia los pormenores de la fabricación de unos nuevos vehículos que se habían mostrado de gran valía en Francia.

El poco crédito del que gozaba se desplomaba, la suerte era que el presidente del Congreso, el habanero Miguel Villanueva le debía toda su carrera política, y con el Reglamento en mano podía entorpecer cualquier intento de torpedear el Gobierno. Por la tarde el “Heraldo de Madrid”, diario de tendencia liberal, publicaba las falsa escusa de Romanones para abandonar la sesión del Congreso e incluso aparecían viñetas de una supuesta enfermedad del presidente, y al igual que su principal competidor, “La Correspondencia de España”, de tendencia conservadora, que desde el inicio de la contienda publicaba en su portada imágenes de carácter militar.

Senado, Madrid, 15 de abril de 1916

Don Manuel García Prieto, presidente del senado, recibía fuertes presiones para convocar al presidente del Consejo de Ministros a una sesión de control. Los representantes de varios partidos políticos hacían valer la Constitución. Cualquier Ley aprobada en el Congreso de los Diputados debía ser refrendada por el Senado y el Real Decreto que impedía las reuniones de más de doce personas, ignoraba las Leyes vigentes.

El Senador Milà, empresario de la Monumental de Barcelona, hizo ver que tal Decreto suponía que cualquier espectáculo, incluyendo el taurino, de acuerdo con el decreto, pasaban a ser un atentado contra el Estado. Podía darse el caso que, en caso en extremo de celo por parte de las fuerzas gubernativas, un vagón de tren con más de doce viajeros constituyera un quebranto del decreto.

Si el Congreso había dado su aprobación a tal aberración legislativa, que invalidaba Leyes en vigor, el mencionado Real Decreto debía ser sancionado por el senado, a la vez que variar innumerables Reglamentos y Leyes, potestad última del Senado. García Prieto entendía que la pretensión de Milà era un verdadero despropósito, pero varios Senadores Vitalicios y Senadores por Derecho Propio, en su mayoría Almirantes y Capitanes Generales retirados, asentían las palabras del Senador catalán.

Con el Reglamento del Senado en la mano, el presidente del Consejo debía presentar a la Cámara Alta cualquier modificación legislativa de alcance. Por fin García Prieto tenía en su mano la fórmula para finiquitar la política habitual de Romanones desde que se hiciera con el control del Partido Liberal y durante sus Presidencias del Consejo, el famosos ustedes hagan las Leyes, que yo haré los Reglamentos.

Con los Senadores no electos, los conservadores, liberal-demócratas y otros grupos minoritarios, García Prieto contabilizaba una mayoría de escaños que solicitaban la comparecencia del Conde de Romanones. Un ujier de la Cámara entregaba al motorista la resolución del Senado. Romanones debía presentarse ante el Senado el día 15 de abril de 1916 a las 10 horas, atendiendo al espíritu de la Constitución de 1876.

Residencia del Conde de Romanones y Quioscos de Madrid, 15 de abril de 1916

Si la tarde anterior los vespertinos habían dado la noticia de la espantada de Romanones del Congreso, los matutinos hacían humor con ésta, y con la dimisión de Alba. Incluso los diarios liberales próximos a Romanones, publi-caban viñetas satíricas. Cuando Álvaro de Figueroa leía la prensa a la hora del almuerzo, la viñeta de “ABC”, diario monárquico por excelencia, le anunciaba a su entender que el Rey Alfonso XIII había perdido toda la confianza en él. A los ataques de la prensa se sumaba la petición del Senado para comparecer al día siguiente. Los problemas para Romanones crecían, cuando uno de sus colaboradores le entregó un ejemplar de “La Correspondencia Militar”.

Más terrorífico fue saber que aquella gacetilla de consumo interno en los cuarteles había agotado sus cuatro ediciones, en toda España. Sí, los militares habían logrado mantener la paz social la última semana sin uso de la violencia. El precio a pagar por su Gobierno era el descrédito y el ver finiquitadas sus aspiraciones de entendimiento, con sus admirados Londres y París.

—Don Álvaro, Excelencia, malas noticias.

—Dígame Don José, dígame qué más puede sumarse a esta serie de catastróficas desdichas.

—¡Su Majestad el Rey, recibirá en Audiencia al General Weyler! Le ofrecerá una cena con motivo de su onomástica.

—¿Y? ¿Qué puede significar? Si se reuniera sin mi conocimiento con Luque y Coca, o con Bustamante o con Flórez me preocuparía, pero que se reúna con la momia mallorquina…

—Recuerde su Excelencia que el general abandonó su retiro de San Rafael cuando se supo el encuentro entre Gómez Acebo y la Reina Victoria Eugenia en el Café de Fornos. Todo Madrid comenta que fue el Rey quien solicitó a Weyler que volviera al Senado y mañana usted debe comparecer ante el senado.

—Tranquilo Don José, lo del Senado es cosa de García Prieto. Él cree que se dan las circunstancias para que me sustituya en el Gobierno y al frente del Partido. Eso cree él, Maura y los suyos no le darán apoyo mañana, eso es del todo imposible.

—Así será, su Excelencia cuenta con suficientes apoyos para continuar en la presidencia.

—Mire usted, desgraciadamente la situación ha cambiado, debemos olvidarnos de cualquier negociación con los franco-británicos por el momento y continuar con la política de Dato de no aparecer como comparsas de Berlín. Hasta ahora lo hemos logrado. La prensa británica por el momento no nos asocia con los alemanes. Es como si existieran dos guerras contemporáneas, la que llaman Gran Guerra y la que denominan Nippon Spanish War, en la que tanto ellos como Francia han hecho honor a sus pactos con los japoneses. Ni Serbia o lo que queda de ésta, ni Bélgica, ni siquiera Italia, a pesar de su juego, nos han declarado la Guerra.

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